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El Espejo del Pasado


 


Había una vez una joven mariposa llamada Fira, era la mariposa más bella del jardín, pero, sin duda, la más desgraciada. Había perdido a su padre cuando tan sólo era una oruga. Todavía recuerda, cuando unos niños lo capturaron y le metieron dentro de un estuche de cristal para colgarlo en una pared y, desde allí, inerte, prendido por alfileres, mostraba aún el bello resplandor de sus alas azules.

Fira iba a visitarlo todos los días, no podía, ni quería olvidarlo y cuando los niños no la veían, entraba a la casa por la ventana y posaba sus débiles alitas sobre el cuadro, como queriéndole dar con ello un hálito de vida.

Su madre, todavía hermosa, revoloteaba por los jardines coqueteando con los insectos. Alguno de ellos, incluso llegó a herir sus doradas alas, hasta que un día, desde un país lejano, llegó una mariposa macho que llegó a conquistarla y ser para Fira como un padre. Le enseñó el nombre de todas las flores, a distinguir el sabor de los diferentes néctares, le contó cómo, ayudado por el viento, pudo conocer, desde los palacios más hermosos hasta los bosques más frondosos y los lagos más azules.
Pero Fira no era feliz, a pesar de los intentos de su padrastro, cuando regresaba al hueco del árbol donde vivían, su madre, sin saber por qué, sacudía las alas sobre ella y la hacia caer al suelo, haciéndole perder todos los días algunas escamas de sus bonitas alas.

Un día, conoció a una oruga que la invitó a salir de su jardín y la llevó a un prado lleno de flores, unas flores que ella no conocía y de las que su padrastro no le había hablado nunca. Se posó sobre ellas y empezó a libar su néctar, que le pareció maravilloso y, sin saber por qué, le produjeron una alegría que no había sentido nunca y le mitigaba el dolor que, a veces, sentía en su débil cuerpecillo. Desde ese día, todas las tardes iba a ese lugar para tomar ese néctar que tanta felicidad le producía; pero, sin saber por qué, poco a poco, iba perdiendo el brillo de sus alas y la ligereza de su vuelo. Su padrastro se dio cuenta y al ver su tristeza y el mal trato que siempre le había dado su madre, decidió que fueran los tres a visitar a un joven, pero sabio búho, que vivía en el hueco de un árbol cercano. Él sabría aconsejarles para que los tres fueran felices y poder descubrir el motivo del enfado que siempre tenía su esposa y el por qué trataba a su hija de esa manera, sin tener motivo alguno.

El búho, después de saludarles y darles a probar un cuenquito de miel, les invitó a contar su historia y a reflexionar sobre su problema.

Fira le contó todo lo que recordaba de su vida, del arrullo constante de su padre, cuando todavía era una oruga y paseaba entre las hojas; de cómo vio a esos niños insensatos que capturaron a su padre y le robaron las caricias de sus alas; de sus visitas a diario para contemplarlo y de todas las aventuras que corrió desde entonces, unas veces agradables y otras tristes, cuando, sin saber el motivo, era maltratada por su madre. No olvidó los consejos, el cariño y el apoyo de su padrastro, ni el recuerdo de su hermana que, aunque había volado lejos, buscando otros rumbos, nunca pudo olvidar.
También le contó cómo había conocido a una oruga que la invitó a pasear por un campo de flores desconocidas y el placer que le producía el jugo de su néctar, aún, dándose cuenta, de que le estaba perjudicando, por ese motivo, sus visitas a ese campo se iban distanciando cada día más.

El padrastro de Fira le habló de sus viajes, de los países que había conocido y de sus escarceos con todas las mariposas que encontraba a su paso hasta encontrar a la madre de Fira y casarse con ella.

La madre, no recordaba apenas cosas de su vida, un gran vacío estaba en su mente, parecía haber olvidado que algún día tuvo una historia y eso le preocupaba.

El búho, al ver que la madre no recordaba nada, le entregó un espejo y le aconsejó que todos los días, antes de acostarse, se mirara en él y que, pasados unos días volvieran a visitarle para hablar.

Así lo hicieron y, esa noche, antes de acostarse, la madre de Fira se miró al espejo y, al contemplarse en él, su propia imagen apareció borrosa, apenas podía distinguirse. No comprendía lo que tenía delante de sus ojos, así que, abandonó el espejo y se arrulló con su marido para dormir. Al día siguiente, al llegar la noche, volvió a tomar el espejo y empezó a ver más clara su imagen. Junto a ella, una pareja de mariposas revoloteaba a su alrededor. La más hermosa, se parecía mucho a ella, volaba sin parar, se retocaba sus antenas y se cepillaba constantemente las alas para dar brillo y color a sus escamas. No la escuchaba, no la miraba, sólo cantaba y volaba, parecía no importarle nada más que ella. De nuevo la imagen se desvaneció y abandonó el espejo nuevamente.
Al tercer día, volvió a tomar el espejo y, nuevamente, se vio reflejada en él, pero esta vez, junto a una mariposa macho que la despreciaba, le gritaba y la maltrataba. De pronto comprendió que, lo que estaba viendo, era su propia vida. Se dio cuenta que lo que veía no le gustaba, pero que eso mismo lo estaba haciendo con Fira; así que, horrorizada, despertó a su marido y a su hija que estaban durmiendo y, al contarle lo que había visto en el espejo, se fueron volando a la casa del búho. Al llegar allí, le contaron al búho, paso por paso, lo que había visto en el espejo y el búho le preguntó a la mariposa: lo que has visto ¿te ha hecho reflexionar?. La mariposa le dijo que sí, que nunca había querido que su hija sufriera lo mismo que sufrió ella de pequeña, pero que, sin darse cuenta, le había hecho pagar por todo lo malo que había vivido. El búho les aconsejó que reflexionaran y buscaran entre los tres una forma de recuperar el tiempo perdido. Con este consejo se fueron, revolotear entre las flores a su casa, donde se acurrucaron entre unas hojas a dormir. El día había sido muy duro.

A la mañana siguiente, cuando Fira y su madre se levantaron, no vieron al padrastro en la casa, se había marchado y no sabían donde, pero, comprendieron que no las había abandonado, que tan sólo quería que disfrutaran una de la otra más tiempo y se conocieran mejor, porque él, era bueno e inteligente y no quería nada malo para ellas.

Pasó el tiempo y las dos mariposas cada vez estaban más unidas, disfrutaban de su compañía. Fira no volvió a visitar a la oruga, porque se sentía feliz al lado de su madre a la que cada vez quería más y, un día, mientras revoloteaban entre las flores, vieron llegar una hermosa mariposa macho que ellas ya conocían. Volaron hacia ella lo más deprisa que le permitieron sus alas y los tres se fundieron en un abrazo y, desde entonces vivieron felices, no volviéndose a separar jamás.


 
 
Publicado en apoyo psicológico por: Gemma Asarbai el 26-12-2012 archivado en Relatos

 
 
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